ggm«Soñaba con comerse mis riñones hervidos en sus propios caldos amoniacales, con la sal de piedra, pimiento picante y hojas de laurel y me dejaba hervir lento en las malvas incandescentes de los atardeceres efímeros de nuestros amores sin porvenir, me comía de pies a cabeza con unas ansias y una generosidad de viejo que nunca más volví a encontrar en tantos hombres apresurados y mezquinos que trataron de amarme sin conseguirlo en el resto de mi vida sin él…»

Gabriel García Márquez
El otoño del patriarca

Poco a poco han ido ganando espacio en los grandes almacenes. No debe ir mal el negocio, por tanto, a sus promotores pero, por mi experiencia, dista mucho de ser un buen regalo. Hace tiempo, un grupo de amigos nos obsequió con un viaje por el norte. Nos entregaron una caja bien presentada que contenía una guía cargada de fotos y textos sugerentes. Sin más trámites,  así de sencillo: solo trazar la ruta, elegir los establecimientos y… llamar a un teléfono para cerrar la reserva. Durante meses fue imposible ponernos de acuerdo con ellos. Nunca hubo disponibilidad en todos los alojamientos del itinerario, lo que obligaba a suspenderlo constantemente. Tras muchas llamadas y correos, accedieron a canjear la escapada con encanto por otra más convencional junto al Mediterráneo. Al poco, ocurrió lo mismo con otra caja. Aquel fin de semana inolvidable había sido comprado en esos grandes almacenes que presumen de devolver el dinero si el cliente no queda satisfecho. Menos en este tipo de operaciones porque, como muy bien aclaró el vendedor,  no se vende una mercancía sino un servicio. Aun así, y después de varias discusiones, nos entregaron un vale. La útima bronca ha sido con un producto pomposamente bautizado como La vida es bella. Esta vez hay que localizar una estancia pintoresca en una guía, cuya letra precisa de microscopio. Y aunque la ubicación exacta de los lugares sea, según el libreto, tarea exclusiva del navegador, habríamos llegado a algún sitio si hubieran atendido el teléfono indicado en los últimos días de diciembre. Puede verse en el registro de llamadas del móvil pero un caballero muy antipático adscrito al servicio de atención (¿?) al cliente lo niega. Ofrece prorrogar la reserva algunos meses… previo pago de 15 euros. ¿De dónde sale esa cantidad? ¿En qué parte de la caja se consigna ese pago? No hay respuestas, el portavoz da por zanjada la cuestión. Antes de despedirnos le pregunto su nombre. “Angel no-me-da-la-gana”. Y colgó.
Sí, son experiencias únicas.

Las vacaciones imponen también su propia rutina: en mi familia, por ejemplo, cada agosto hemos convertido en una cita ineludible el almuerzo en el restaurante As Garzas, en Malpica de Bergantiños. La elección del establecimiento fue fruto del azar. Ni teníamos referencia del establecimiento, ni nadie nos lo recomendó. Lo descubrimos durante una de esas caminatas con las que los turistas pretendemos compensar los excesos estivales. Desde entonces no hemos faltado ni un solo verano a la llamada del arroz caldoso y los vinos de la tierra. Pero a veces la fidelidad conduce al desencanto. En la última cita, el pulpo a feira, el micuit de foie o el pastel de centolla estuvieron a la altura del recuerdo que había alimentado nuestra gula durante el último año. La decepción vino con las almejas con fideos. En realidad se trataba de una masa amarillenta moteada de guisantes ultracongelados. Lo que llegó a la mesa resultó tan impresentable como el calor que padecimos toda la comida. Después de quejarnos sin éxito varias veces al servicio, tuvo que ser el propio chef, provisto de escalera y cuchillo, quien abriera las hojas de la trampilla para ahorrarnos el suplicio. Al souflé de chccolante se hizo esperar mucho más que lo que advierte la carta. Abandonamos As Garzas cabizbajos y desorientados. El año que viene habrá que buscar otro sitio. Diga lo que diga Michelin y sus estrellas, la memoria no es siempre buena consejera.

Restaurante As Garzas
Porto Barizo. 15113 Barizo – Malpica. A Coruña

Sin discusión: el desayuno es algo más que la primera ingesta de la jornada. Como la publicidad estableció hace algunos años, un buen desayuno presagia un día feliz. Pero las circunstancias mandan y lo que habría de ser una comida como Dios manda se transforma en un frugal tentempié. Un café, una tostada y… a salir corriendo. Con algunas variantes locales, el contenido de la taza está más o menos claro y, en función de nuestra resistencia, la dosis se concreta en solo, cortado o con leche. Lo de la tostada es harina de otro costal. La rebanada de pan de molde bañada en margarina y asada en la plancha empieza a ser, por desgracia, bastante común. Los asiduos al peculiar aroma de la cafetería, sin embargo, prefieren el bollito, con sus mil y una denominaciones, dorado con primor, casi a fuego lento, en el tostador. Y, a medio camino entre una y otra posibilidad, aparece la socorrida baguette, el mollete, el pitufo o la falsa hogaza de los buffetes de hotel. Todo ello enriquecido por unas gotas de buen aceite, sólo o combinado con tomate, jamón, queso o mantequilla. La hostelería de algunas ciudades es especialmente generosa con el desayuno. Madrid lo fue, en Barcelona todavía quedan buenas muestras y, por citar algún ejemplo más, en Granada son las memorables las ofertas del Café Fútbol o Casa Ysla. En la capital granadina recalé el otro día en Óleum, un establecimiento de diseño y pretensiones modernas situado frente al Hotel San Antón. Pese a la abundante muestras de delicadezas gastronómicas de la que presume en una de sus zonas el local, la tostada de aceite con jamón llegó al plato fría. De los dos ingredientes añadidos al pan, uno era casi inexistente y el otro tan transparente e insípido que parecía invisible. Tanto gusto por la ornamentación no se correspondía, además, con la atención que se dispensaba a la clientela. Un único camarero se las veía y se las deseaba para servir, retirar, preparar en cocina y cobrar. Demasiado estrés a una hora en la que todos buscamos un poco de serenidad para iniciar la jornada.

charilla1Ni cobertura de telefonía móvil ni televisión en las habitaciones… Lo que en cualquier establecimiento hostelero serían dos importantes inconvenientes, en La Quinta de Charilla refuerzan su atractivo. El acceso a este pequeño hotel rural tampoco es fácil. Desde la salida de Alcalá la Real, un camino estrecho y con mal firme bordea las laderas de cerros como La Martina o Rompezapatos. Que nadie se engañe: no es una vía para que transiten los impacientes sino para aquellos que sepan disfrutar del paisaje: cortijos abandonados sobre una inmensa alfombra de olivos que, conforme se eleva el terreno, dejan sitio a otras especies, como encinas o alhucemas. Los lugareños cuentan que en primavera la ruta, la que en el pasado seguían los pescaderos que desde las costas de Málaga y Almería llevaban su mercancía por la Andalucía interior, se reviste con el colorido que aportan los cerezos en flor. Como tantos forasteros, Mercedes Martín, una emprendedora bilbaína que había vivido muchos años en la Costa del Sol, encontró este recóndito paraje hace siete u ocho años. Sin pensárselo mucho, decidió abrir un alojamiento rural. A casi todo el mundo le pareció una locura pero su constancia, y esfuerzo han conseguido que el empeño no se quedara reducido a un mero ejercicio de restauración y decoración. Habitaciones cómodas, baños soleados, acogedores salones, incluso una interesante biblioteca… pero también una cocina capaz de preparar elaborados platos, sin desdeñar ni ingredientes autóctonos ni recetas tradicionales. Mención aparte merece el desayuno, cerca de la chimenea, sobrio –zumo, tostadas con buen aceite y café- pero servido con el primor de una tata. El paseo, la tertulia y el silencio son otros atractivos. De vuelta a su rutina, el viajero experimentará la rara sensación de haber conseguido, al fin, huir de todo.

«LA QUINTA DE CHARILLA»
LA HOYA DE CHARILLA
ALCALA LA REAL
23687 – JAEN

636 481 414 – 600 067 711

Un éxito fulgurante no es un buen augurio. Gracias a una decoración moderna y una carta desenfadada, el restaurante Sacacorchos supo hacerse en poco tiempo con una clientela fiel. Cuentan  que el “estamos completos” animó a la empresa propietaria a afrontar la expansión y no desaprovechó la oportunidad de hacerse, a pocos pasos, con una de las víctimas que se cobró la entonces incipiente crisis incipiente , el efímero Trayamar.
En octubre, un grupo de amigos, la mayoría de visita en Málaga, apeteció cenar un sábado en el “nuevo” Sacacorchos. Pretendieron hacer la reserva para casi una veintena de comensales minutos antes de que el negocio abriera su puerta pero el encargado dijo que no. Si el horario nocturno empezaba a las 21:00 horas no se admitían encargos a las 20:55. Esa era la norma. Esperaron y la velada, claro está, fue un auténtico desastre. A un servicio tan desbordado como arisco no le importó servir fríos los platos.
Como el hombre es el único animal que tropieza tantas veces en el mismo sitio, uno de aquellos comensales volvió el otro día al lugar de los hechos. A mediodía, en esta ocasión, y para mantener un almuerzo de trabajo. Sólo estaban ocupadas las mesas del fondo. Cometió el error de pedir al insolente empleado de la otra vez acomodarse en una zona más silenciosa. Y el individuo dijo… que no. O se sentaban en la mesa que él indicaba o no podrían comer. Por supuesto, se marcharon. En la escalera, al salir, un joven que se presentó como el propietario no salía de su asombro ante el relato de los dos incidentes. Tampoco hizo más. Necesitaba contrastar la historia. Era lo debido. La versión de unos clientes que abandonan malhumorados y sin comer el negocio no debió parecerle convincente.
Por duro que parezca, las vacas, las flacas, pondrán muchas cosas en su sitio.

img_0086Todos los hoteles son cómodos. O debieran serlo. La calidad de la cama, de las sábanas, la armonía del mobiliario, las atenciones en el baño y en el minibar marcan la diferencia entre una habitación (casi) propia o un aquel lugar donde hubo que dormir cuando fuimos a tal sitio. El cepillito de dientes, el gel cremoso y la chocolatina sobre la mesita de noche, ya puntúan poco. Del desayuno tampoco se espera demasiado: hay que obtener el café, tan aguado como la leche, de una máquina, los huevos revueltos mantienen un sospechoso color amarillento y el zumo de naranja es una incógnita. El huésped de hoy, más turista que viajero, ha desarrollado una inexplicable resignación. En la prolija descripción ofrecida en las guías o en la red se omiten casi siempre ciertos detalles poco presentables. A saber: los ascensores tardan una eternidad en llegar, hay misteriosas manchas en la moqueta, la ducha suelta agua por donde no debe, el wifi cuesta un riñón y el aire acondicionado lo mismo congela que asfixia. Sin olvidar, por supuesto, que los años no pasan en balde por el establecimiento o que la recepcción, desbordada, se parece demasiado a las ventanillas de los negociados. Espere su turno, espeta al recién llegado el recepcionista joven pero mal pagado sin apartar la vista de la pantalla del ordenador. En el NH Plaza de Armas de Sevilla, aparte de salvar la mayoría de esos inconvenientes, han tenido la idea de introducir algo tan simple como una butaca y una mesita para leer o cenar sin llenar las sábanas de migas. Una simple butaca, así de sencillo. Las estrellas de la puerta ya no garantizan nada. Son los pequeños detalles los que marcan la diferencia.